Allí estaba yo, en medio de nada.
Arrullada por las olas y la brisa marina, mirando a las estrellas. Debía ser más
de media noche y el calor estival acariciaba mi piel desnuda sobre
la cubierta del velero. Hacía días que no veía a nadie, tampoco me importaba. La atmósfera que me envolvía era mágica, sentía el olor del agua. El salitre
adornaba mi cuerpo que brillaba tenuemente en la luz de la noche. La madera
estaba caliente debajo de mí y mis manos revoltosas jugaban a alterar mi ser.
De repente una melodía
interrumpió mi calma. Me incorporé sobresaltada y descubrí una pequeña cala,
aislada de todo con gente bailando y riendo junto a un fuego. En otro momento
quizás les hubiera odiado, pero algo en mi interior se sentía arrastrado hacia
aquella playa.
Acerqué mi barquito a la orilla
oscura de la playa, desde donde no pudieran verme. Cubrí mi cuerpo con un pareo
blanco y me dispuse a bajar. Al saltar a la arena la noté húmeda y fría,
enredándose entre mis dedos. Sentía cómo me decía: “Ven”.
Me acerqué lentamente a la zona
de la hoguera, el olor a madera quemada y humo de inciensos y hierbas era cada
vez más intenso, más embriagador, pero cuando llegué a ella, no había nadie. Me
dejé caer sobre uno de los troncos que había frente al fuego, en parte abatida,
en parte contenta. El sonido y el calor del fuego combinado el frescor de la
brisa y el sonido del mar eran hechizantes, me relajaban de una manera extrema
y a la vez hacían arder una sensación poco inocente en mis venas.
Decidí levantarme y darme un baño
en las tranquilas aguas. El agua estaba fría, tonificante. Recorría todos mis
recovecos regalándome su frescor. Sentí entonces una presencia a mi lado, me
giré, era un hombre. Nos miramos unos instantes sin decirnos nada y decidí
salir del agua, él se quedó.
Me tumbé junto a la hoguera, miré
mi cuerpo, estaba chorreando, el pareo blanco era casi una segunda piel
transparente que dejaba ver todo mi ser a la luz del fuego. Miré hacia el mar,
y allí estaba él, caminando hacia la orilla con un fondo de estrellas.
Sabía que debía irme, pero algo
me obligaba a quedarme, no podía apartar la vista de él, se acercó lentamente al
fuego y se detuvo junto a él, mirándome, igual que yo no podía apartar los ojos
de los suyos. A la luz de las llamas se veía hermoso, grande y fuerte.
Ruborizada, aparté la vista. Él siguió mirándome, podía sentir la fuerza de su mirada atravesándome. Estaba
excitada. Una parte de mí quería irse, sabía que no debía estar allí, que no
podía ser, pero el deseo era más y más fuerte cada vez.
Él se aproximó y se tumbó junto a
mí, obligándome a mirarle. Apoyo su mano en mi cintura delicadamente y
permaneció inmóvil, embrujándome. Necesitaba tocarle, parecía tan perfecto, tan
irreal. Estiré la mano hasta llegar a su cuerpo. Su piel era tersa y suave. Miré
mi propia mano jugueteando con el pelo de su pecho, parecía una mano ajena. Levanté
la vista hasta encontrarme con sus profundos ojos. Él seguía inmóvil, sin
apartar su mirada de mí, reí nerviosa y él se mordió el labio inferior. Me fijé
por primera vez en sus labios, deseaba besarlos pero no me moví.
Su sola presencia me alteraba, me
hacía sentir frágil y vulnerable, me daba vergüenza. Me sentía como una
chiquilla tonta en un juego de mayores, pero mi cuerpo sentía unas pasiones muy
adultas. Unas lágrimas sin sentido brotaron de mis ojos y él apartó su mano de
mi cintura y acarició mis mejillas secándolas. Deseaba abalanzarme sobre él,
poseerle, hacerle mío y en vez de eso le abracé. Él me envolvió con sus brazos
y me apretó con fuerza contra su pecho.
Era una sensación extremadamente
placentera, podía sentir su olor, su calor, su protección. Deseaba que el mundo
se detuviera para siempre en aquel instante. Deseaba quedarme eternamente entre
sus brazos.
La hoguera comenzó a
chisporrotear, un humo gris y dulzón empezó a inundarlo todo. Todo desapareció
tras la densa cortina de humo y un sonido agudo y estridente se entremezcló con
el sonido del mar y el fuego. Ya no podía verle, pero aún podía sentir su
calidez, su presencia. Intenté aferrarme a él con todas mis fuerzas pero el
humo era cada vez más molesto y el martilleante sonido más intenso. Cerré los
ojos y al abrirlos no había nada.
Estaba sola, tendida en mi cama con
la alarma del móvil indicándome que era la hora. Volví a cerrar los ojos en un
intento vano de hacerle regresar, de traer de vuelta a mi barco, a mi hombre y a mi
playa; pero la luz del día ya se colaba entre las rendijas de la persiana
creando una nueva magia. Me quedé varios minutos intentando asimilar que solo
había sido un sueño, una dulce fantasía, aún podía sentirlo todo, tan real, tan
fantástico.
Creo que esta noche olvidaré
poner la alarma.